domingo, 16 de septiembre de 2012

¡ASÍ FESTEJAMOS!...



LA VERDADERA INDEPENDENCIA DE MÉXICO


LA VERDADERA INDEPENDENCIA DE MÉXICO
La fiesta popular más arraigada en México, por todo el paí­s, es El Grito de Independencia, a las 11 de la noche del 15 de septiembre. Es una celebración más general que la de la Virgen de Guadalupe, superada por advocaciones regionales de Marí­a; más nacional que cualquier fiesta religiosa porque, por suerte, los mexicanos cada vez practican más religiones, motivo que deberá conducirlos a concluir que, si hay tantas, todas son falsas. Pero El Grito nos conmueve a todos, llena plazas y reúne familias frente al televisor, corren rí­os de tequila y se consumen toneladas de tacos. En los bares de todo tipo hay fiesta mexicana clientes llevan traje de charro.
Y bueno, (casi) todos sabemos que el sábado 15 de septiembre de 1810, a las 11 de la noche, no ocurrió nada, absolutamente nada. El virreinato durmió tranquilamente y en su mayor parte tuvo un plácido domingo 16. Los únicos nerviosos fueron los conjurados de Querétaro. Pero el cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, no tañó la campana ni llamó “a coger gachupines” a las estrafalarias 11 de la noche. Don Miguel, sensatamente, llamó a misa de siete o de ocho porque era domingo y muchos rancheros llegaban de las cercaní­as para cumplir el mandamiento de oí­r misa, y de paso ir al mercado, comprar y vender. Una vez con el atrio lleno, el cura les pidió que fueran por palos, machetes y lo que hallaren. Así­ comenzó una revuelta que duró apenas 10 meses, no se extendió más allá del pequeño triángulo que forman Querétaro, Guadalajara y las cercaní­as de la ciudad de México, pero le enajenó a Hidalgo todas las simpatí­as de los independentistas a causa de su desbordado pillaje y sus crí­menes contra no combatientes.
Los cabecillas de esa confusa asonada antes del año ya habí­an sido detenidos, excomulgados (por el obispo independentista Abad y Queipo, amigo de Hidalgo), fusilados, decapitados, y sus cabezas, la de Miguel Hidalgo señaladamente, colgaban en jaulas de hierro en cada esquina de la Alhóndiga de Granaditas, Guanajuato.
La independencia no llegarí­a hasta 10 años después: el 27 de septiembre de 1821, sin disparar un tiro ni derramar sangre: por un acuerdo entre el nuevo virrey, Juan Donojú, y las cabezas del ejército insurgente, que también se habí­an aliado por un acuerdo, una negociación, no por la derrota sangrienta de una de las partes. Hablaron y se dieron un abrazo el rebelde Vicente Guerrero y el enviado por el virreinato a vencerlo, Agustí­n de Iturbide. Sí­, claro, en Acatempan, y al acuerdo lo llamamos  El abrazo de Acatempan, no la masacre, ni el triunfo o la derrota.
¿Y El Grito, el hecho fundacional cuyo segundo centenario nos aprestamos a celebrar en un año más? Muy sencillo: no hubo tal. Quizá por eso mismo se nota más bien poco entusiasmo y opiniones varias al respecto. No deja de tener el bicentenario ese aire de fiesta a la que se asiste por obligación y sin saber qué regalo llevar: columna, arco, torre, monumento: en la mesa de regalos nada nos convence, quizá porque la festejada nos tiene sin cuidado.
Mal, muy mal comienza un paí­s que falsea su acta de nacimiento misma. ¿De dónde sacamos, entonces, esa fiesta nacional, la más importante de México? De dos casualidades:
1. Porfirio Dí­az cumplí­a años el 15 de septiembre, y por ese motivo dio en esa fecha, durante su larga presidencia, una gran recepción nocturna en el Palacio Nacional a la aristocracia y gente bien (a la que todaví­a no le daba por ser de “izquierda”), cuerpo diplomático, alto clero y ministros. Abajo, en el Zócalo, se organizaba una verbena popular con muchos cohetes y tacos para que también el pueblo bueno celebrara el cumpleaños de su presidente vitalicio.
2. En 1896, Porfirio Dí­az hizo llevar la vieja campana de la iglesia de Dolores, tañida por Hidalgo para llamar a misa la mañana del 16 de septiembre, e instalarla sobre el balcón central del Palacio Nacional. Terminada la instalación el dí­a 14, llegó el fandango por el cumpleaños presidencial el 15, y Porfirio Dí­az, que cada año salí­a a recibir la aclamación de su pueblo bueno, tuvo la ocurrencia de repicar la campana histórica, quizá con la sola intención de indicar que allí­ estaba y no se veí­a porque era de noche. Pero no gritó nada, al menos nada que se recuerde.
Pues eso es todo. Pero nuestros niños ya no saben con precisión si la independencia de su paí­s es el 15 de septiembre, en que van a ver cohetes y a comer churros a la calle, o el 16, en que ven por tele el desfile militar.